miércoles, 11 de junio de 2025

QUE LA JUVENTUD SEA UN CRECIMIENTO Por Juan Pablo II (1)

Crecimiento «en edad» se refiere a la relación natural del hombre con el tiempo; este crecimiento es como una etapa «ascendente» en el conjunto del pasar humano. A este corresponde todo el desarrollo psicofísico; es el crecimiento de todas las energías, por medio de las cuales se constituye la normal individualidad. Pero es necesario que a este proceso corresponda el crecimiento «en sabiduría y en gracia». 

A todos vosotros, queridos jóvenes amigos, deseo precisamente tal «crecimiento». 

Puede decirse que por medio de éste la juventud es precisamente la juventud. De este modo ella adquiere su característica propia e irrepetible. 

De este modo ella llega a cada uno y a cada una de vosotros, en la experiencia personal y a la vez comunitaria, como un valor especial. Y de manera parecida, ella se consolida también en la experiencia de los hombres adultos, que ya tienen la juventud detrás de sí, y que de la etapa «ascendente» van pasando a la «descendente» haciendo el balance global de la vida.  

Conviene que la juventud sea un «crecimiento» que lleve consigo la acumulación gradual de todo lo que es verdadero, bueno y bello, incluso cuando ella esté unida «desde fuera» a los sufrimientos, a la pérdida de personas queridas y a toda la experiencia del mal, que incesantemente se hace sentir en el mundo en que vivimos.  

Es necesario que la juventud sea un «crecimiento». 

Para ello es de enorme importancia el contacto con el mundo visible, con la naturaleza

Esta relación nos enriquece durante la juventud de modo distinto al de la ciencia sobre el mundo «sacada de los libros».

Nos enriquece de manera directa. Se podría decir que, permaneciendo en contacto con la naturaleza, nosotros asumimos en nuestra existencia humana el misterio mismo de la creación, que se abre ante nosotros con inaudita riqueza y variedad de seres visibles y al mismo tiempo invita constantemente hacia lo que está escondido, que es invisible. 

La sabiduría –ya sea por boca de los libros inspirados como por el testimonio de muchas mentes geniales– parece poner en evidencia de diversos modos «la transparencia del mundo». 

Es bueno para el hombre leer en este libro admirable, que es el «libro de naturaleza», abierto de par en par para cada uno de nosotros. Lo que una mente joven y un corazón joven leen en él parece estar sincronizado profundamente con la exhortación a la Sabiduría: 

«Adquiere la sabiduría, compra la inteligencia... No la abandones y te guardará; ámala y ella te custodiará».  

El hombre actual, especialmente en el ámbito de la civilización técnica e industrial altamente desarrollada, ha llegado a ser en gran escala el explorador de la naturaleza, tratándola no pocas veces de manera utilitaria, destruyendo así muchas de sus riquezas y atractivos, y contaminando el ambiente natural de su existencia terrena. 

La naturaleza, en cambio, ha sido dada al hombre como objeto de admiración y contemplación, como un gran espejo del mundo. Se refleja en ella la alianza del Creador con su criatura, cuyo centro ya desde el principio se encuentra en el hombre, creado directamente «a imagen» de su Creador.  

Por esto deseo también a vosotros, jóvenes, que vuestro crecimiento «en edad y sabiduría» tenga EN PRIMER LUGAR  mediante el contacto con la naturaleza. 

¡Buscad tiempo para ello! ¡No lo escatiméis! Aceptad también la fatiga y el esfuerzo que este contacto supone a veces, especialmente cuando deseamos alcanzar objetivos particularmente importantes. Esta fatiga es creativa, y constituye a la vez el elemento de un sano descanso que es necesario, igual que el estudio y el trabajo. 

En tal situación vosotros, jóvenes, podéis preguntar justamente a las generaciones anteriores: 

¿Por qué se ha llegado a esto? ¿Por qué se ha alcanzado tal grado de amenaza contra la humanidad en nuestro planeta?

¿Cuáles son las causas de la injusticia que hiere nuestra vista? ¿Por qué tantos mueren de hambre? ¿Por qué tantos millones de prófugos en diversas fronteras? 

¿Tantos casos en los que son vilipendiados los derechos elementales del hombre? 

¿Tantas cárceles y campos de concentración, tanta violencia sistemática y muertes de personas inocentes, tantos maltratamientos al hombre y torturas, tantos tormentos infligidos a los cuerpos humanos y a las conciencias humanas?

En medio de todo esto encontramos también hombres aún jóvenes, que tienen sobre la conciencia tantas víctimas inocentes, porque se les ha inculcado la convicción de que sólo por este medio –el del terrorismo programado– se puede mejorar el mundo. Vosotros una vez más preguntáis: ¿por qué?  

Vosotros, jóvenes, podéis preguntaros todo esto, es más, debéis hacerlo. 

Se trata, ciertamente, del mundo en que vivís hoy, y en el que deberéis vivir mañana, cuando la generación de edad más madura habrá pasado. 


Con razón, pues, preguntáis: 

¿Por qué un progreso tan grande de la humanidad –que no puede compararse con ninguna época anterior de la historia– en el campo de la ciencia y de la técnica; ¿por qué el progreso en el dominio de la materia por parte del hombre se dirige en tantos aspectos contra el hombre? 

Justamente preguntáis también, aun con miedo interior: 

¿Es quizás irreversible este estado de cosas? ¿Puede ser cambiado? ¿Podremos cambiarlo nosotros?  

Vosotros preguntáis justamente esto. Sí, es ésta la pregunta fundamental en el ámbito de vuestra generación.  

Aquel joven preguntaba: «¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?»

Y vosotros preguntáis siguiendo la corriente de los tiempos en los que os encontráis por ser jóvenes: 

¿Qué debemos hacer para que la vida –la vida floreciente de la humanidad– no se transforme en el cementerio de la muerte nuclear? 

¿Qué debemos hacer para que no domine sobre nosotros el pecado de la injusticia universal, el pecado del desprecio del hombre y el vilipendio de su dignidad, a pesar de tantas declaraciones que confirman todos sus derechos? 

¿Qué debemos hacer?  Y aún más: ¿Sabremos hacerlo? 

 

(1) Dado en Roma, junto a San Pedro, el 31 de marzo, Domingo de Ramos, de Passione Domini, del año 1985. Año séptimo de mi Pontificado. 
JOANNES PAULUS II

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